Por: Ignacio Netzahualcoyotl
“Los tintes nahuas de mi comunidad”
Los 80s y 90s eran aquellos años donde los talleres artesanales textiles de mi comunidad competían entre sí y a su vez contra la creciente producción industrial en la zona, aquellos años donde los procesos artesanales de teñido con tintes naturales cada día eran más ajenos a la producción de sarapes, gabanes entre otros, donde los procesos que ejecutaban los abuelos eran vistos como algo místico, como conjuros que morían con una época.
En aquellos años observaba como mi padre teñía de entre sus múltiples actividades artesanales para sacar adelante nuestra familia, veía sus madejas de lana teñidas con técnicas de la región, aquellas que sus abuelos le enseñaron para darle a las fibras de lana esos matices en café y beige características de la zona donde los “taninos” en otras épocas pigmentaban los textiles tradicionales que vestían los ciudadanos de origen nahua en la zona, acompañados de muchos procesos que se fueron perdiendo, tradiciones que están ligados a la medicina tradicional y por supuesto a las costumbres de la región central del país.

Llegaban las primaveras y los primeros frutos y flores indicaban que la época de teñido estaba cerca, los meses de mayo traían consigo un incremento de temperatura en el medio ambiente muy significativo, los capulines maduraban, y mientras comíamos de sus frutos también los recolectábamos para iniciar los procesos de teñido pues la primavera indicaba el nuevo ciclo de teñido en el año, los frutos eran deliciosos y las hojas llenaban de olor el espíritu, hojas de capulín que las abuelas restregaban a los cuerpos desnudos de sus nietos para limpiar las impurezas de sus cuerpos mediante el baño de temazcal.
Las aves cantaban pues eran otros años donde nuestros oídos prestaban atención a la vida, recolectando materiales para hacer sus nidos entre las ramas de los nogales de la zona, aquellos meses de junio donde las hojas de estos árboles nos brindaban los primeros teñidos intensos de tonos cafés, hojas que crearon un mito sobre el color verde en la región y su obtención a través de ellas, para aquel entonces era ya solo un recuerdo ese color pues se había perdido toda forma natural de llegar a ese hermoso color, básico para aquellos que ejecutaban paisaje en sus obras textiles, nogales que eran y siguen siendo aprovechados de manera respetuosa durante cada ciclo de su vida, extrayendo color de sus diversos componentes en los meses de junio, julio y agosto.

El tiempo era lento, no había prisa y cada detalle era una anécdota que contar, mis hermanos y yo esperábamos el fin de semana para acudir con mi abuela a tomar atole de maíz martajado y comer torta de huevo con masa, llegaba el día y corríamos hacia ello, al entrar a su casa nos quedábamos fascinados con sus pequeñas cardas manuales donde estaba sus espacio de trabajo, intimo, lleno de amor, donde le daba el tratamiento necesario a las lanas., las seleccionaba, las lavaba, las cardaba, las hilaba en su “torno” (rueca), preparándola para ser teñida con tintes que recolectaba del entorno, tintes que se postraban sobre los nopales, como pequeñas comunidades que vivían en las pencas, aquellas que se cubrían entre velos blancos, como novias, pequeñas sociedades de hembras que se protegen entre ellas. Las charlas alrededor del comal eran largas pero nada aburridas, donde los recuerdos de los años vividos eran trasmitidos, donde los relatos de las tradiciones textiles de la familia eran frecuentes. Los meses de agosto eran coloridos pues en la zona se aprovechaba este mes lleno de vegetación para obtener esos tonos rosados y carmín propios de la grana cochinilla silvestre, fibras que eran usadas en pequeños detalles de las prendas tejidas pues no eran suficientes los materiales que se alcanzaban a teñir en el año en comparación de otros tintes, el carmín que fue tan frecuente para los abuelos de los abuelos ya era escaso para esos años.

Los colores eran acompañados de olores y los meses de noviembre los pigmentaban las flores de sempoalxochitl, aquellas que adornan a nuestros muertos, que embellecen sus tumba, que dan colorido a los panteones y campo, utilizados para los matices amarillos que se empleaban en los talleres textiles artesanales, siempre a lado de aquellas compañeras que visitan a los tejedores de la zona sin falta, la abejas que danzan entre el aire esperando su turno para descargar su polen en las aberturas de las canillas que reposan sobre la tabla del telar, polen que recolectan pues las heladas se asoman con atardeceres cada vez más rápidas, en esos ciclos de un planeta que gira y cambia de estación, en algún punto dio curiosidad de pigmentación, abejas que acompañan el labrado de hilos que se entre mezclan con las urdimbres.

Las caminatas de recolección de material tintóreo en los meses de diciembre eran frecuentes, visitábamos aquellos campos de encinos viejos donde recopilábamos cortezas que se desprendían y cortezas jóvenes para buscar otras tonalidades indispensables, colores cafés similares a los tonos de la piel humana, colores que se necesitaban para trabajar en aquellos textiles que se le conocieron en la zona como colgantes, con imágenes de influencia Mexica y Maya, colores tenues pero muy bellos que aportaban a los matices de grises , blancos y cafés de las lanas una alternativa muy rica para generar diseños en el color de manera empírica, inspirados por la naturaleza y sus saberes. Los pasos y la vista estaban concentrados en encontrar en los campos, plantas de Atzomiate, Xoquipilli y Toxonchichitl, tintes y fijadores que se empleaban en las místicas técnicas de teñido donde cada proceso venia acompañada de una leyenda.
Las abuelas supieron conservar de manera sigilosa aquellos procesos tan increíbles que les heredaron, que les fueron encomendados para proteger sus raíces e identidad, y que por la falta de interés que era más frecuente cada vez en las generaciones posteriores, sus ollas con tintes estuvieron a punto de ser olvidados entre el polvo.

Ollas de barro donde conservaban las técnicas tintóreas que se han transmitido en la zona desde épocas prehispánicas, y que de entre ellas había una a la que se le tenía respeto y amor, siendo cuidada de manera especial pues se decía que esta era sensible, susceptible a las emociones humanas, olla donde se contenía ese color tan mágico, delicado y sutil, frío en ocasiones, cuando no se le da el trato adecuado para hacerlo sentir (reaccionar) y otras veces donde se corta pues aquel que ejecuta su técnica es de carácter fuerte, enojón o lleno de envidia, cuentan las abuelas que había que curarla, contentarla a través de agregados de plantas que sanan la tristeza. Azul como el cielo y el mar, tono que se ha comparado con la alegría de la vida misma y también con la muerte, pues diversas tonalidades oscurecen tanto a las fibras que portan su color que se pierden entre los negros azulados de la noche. Añil que ha llegado con los intercambios comerciales pues nuestro clima boscoso frio ya no alberga tan maravillosas plantas. Color que acompaño a los minerales de los antiguos artistas tlaxcaltecas que dejaron sus registros en murales y que han sido fuente de inspiración en las diversas épocas textiles de esta zona nahua, siendo el reflejo de lo sabio, fuerte y delicado que es la naturaleza, de aquella que extraemos magia en sus colores, con el cuidado y respeto que tenemos entre los seres vivos que nacemos y morimos en esta tierra.
